martes, 29 de marzo de 2016

En esto estamos

Volver.
Casi entre las últimas definiciones que la RAE tiene para este verbo está la de "repetir o reiterar lo que antes se ha hecho".
No llegaba a los diez años cuando iba a a cerámica en uno de los tantos recovecos que tiene el club alrededor del "anillo". River está lleno de estos lugares.

Subía las escaleras forradas de goma acanalada negra que se comía los ruidos del ambiente, cruzaba la puerta de hierro y vidrio, doblaba a la izquierda y entraba a mi clase de cerámica en un salón con ventanas que daban a las canchas de tenis donde unos años atrás mi hermano Fede me había abierto el labio en dos, con un raquetazo de madera mientras peloteábamos en el frontón. Décadas después lo cruza una cicatriz impecable, casi imperceptible, gracias a la mano del cirujano que eligieron por mí.

La clase era a la tarde y valía hacer lo que uno quería. Equipada con mi valija de plástico rosa chicle, andaba de acá para allá con espátulas y frascos con pigmentos de colores.

No sé cuántas piezas hice pero hay dos que subsistieron hasta hoy: una cruz que todavía cuelga en la pared del cuarto de mis padres, y una casita en forma de "A" que alegra los estantes del aparador de la casa de mi abuela, con paredes azules y techo rojo. Jugada. Y la A me siguió de cerca hasta hoy.

Con la felicidad de estar haciendo lo que quería desde hacía tanto tiempo, y siguiendo el propósito de este año de volcarme a hacer las cosas que más me gusta hacer en la vida, hace algunas semanas volví a poner las manos en la masa. Nunca tan literal. Apenas me asomé a la clase fue inevitable sentir que volvía a un lugar que conocía desde hacía mucho. Algo ahí me pertenecía y volví a buscarlo. La conexión fue inmediata. La arcilla tersa y fría, la madera que la amasa, los golpes en la mesa, las herramientas, todo suena familiar, como nuevo el desafío de activar el torno para transformar una pelotita centrada en una plataforma que gira, en un cuenco. Cuando lo hice tuve la sensación de que antes lo había hecho, pero creo que fue solo el haberlo deseado tanto. En mi cabeza ya lo había vivido. Emabadurnarme y jugar con el agua todo lo necesario, rectificar, contener con una mano y darle forma con la otra, darle tiempo a la arcilla para que se asiente, sin apurarla para que no se afine demasiado o se derrumbe.

La satisfacción es grande. La impresión por momentos también. Uno de los pasos para que la pieza quede lisa una vez cocida, es pasar una virulana sobre las rebarbas de arcilla seca antes de meterla en el horno. Áspero. Y con la sensación que me provoca la aspereza en la piel. Las manos secas, la arcilla también. Polvo, papel. La arcilla seca enseguida se deshace en polvo, pero hay que pasar el momento y no pensar tanto. Y ni hablar cuando hay que escribir con un punzón sobre esa superficie similar a la de un pizarrón pero que se va desarmando. Sufro. Así que decidí acortar mi apellido a una sola inicial. O dejar solo la de mi nombre.

Siguiendo las indicaciones de mi profesora, la clase pasada me volqué a esmaltar a conciencia, para que no quedara superficie sin cubrir, de lo cual uno se entera recién cuando descubre el color cuando sale del horno. Entonces la falta de esmalte significa sequedad, aspereza, blanco ahí donde el color no llegó con la fuerza suficiente para cubrir la arcilla.



Ya veremos si lo logré.