miércoles, 20 de septiembre de 2017

En bicicleta

El bebé no tiene un año y en charlas con mamás de chicos más grandes te avisan que no va a tener vacante "si no te apurás", o que tenés que anotarlo desde sala de tres en el colegio que elijas para que haga la primaria (literal) porque si no tampoco vas a conseguir la famosa vacante cuando entre a primer grado. Y vos que tenías la ilusión de mandarlo a un jardín Montessori te preguntás si de verdad ya tenemos que arrancar así de condicionados.

#ansiedad.

El hijo le cuenta al padre que le fue bien en el trimestral de Lengua, y éste le responde "¿y ya levantaste matemática?".

#presión.

Llega el marido a la casa con una suculenta de regalo para su mujer. Ni bien abre la puerta ella la mira rápido -"qué linda", dice- y pregunta por el rosal que le había encargado. Él se queda con la suculenta en la mano derecha mascando su propia imagen en el vivero eligiendo la plantita que casi pasó desapercibida.

#anestesia (y él que se siente el más gil del mundo).

Corremos. Nos quejamos de que corremos. Nos contracturamos. Hablamos de lo contracturados que estamos. Usamos placas de descanso para no apretar los dientes mientras dormimos. Tenemos insomnio. Hacemos yoga. Queremos todo, y si es posible, aquí y ahora. Tenemos al alcance más de lo que tuvieron nuestros padres, información y ambiciones quizás, y muchísimo más de lo que tuvieron nuestros abuelos.

Queremos el auto, queremos cambiarlo, queremos la camioneta, el novio, el marido, la casa, el hijo, el perro, los viajes,  el último de los teléfonos, otro hijo, cuerpos trabajados, el colegio perfecto, el trabajo divertido, el sueldo grande, el grupo de amigos copados, el viaje a Chile o a Miami para poder comprar mucho, y un grupo bien nutrido de seguidores en Instagram para que vean las fotos de nuestras compras, amigos, hijos, viajes, festejos, salidas, comidas y plantas. Todo acompañado de hashtags en inglés, la mayoría de las veces. Mucho love, life, live, enjoy, happiness. Mucho myhome y mykitchen también.

Seguimos y nos siguen. Miramos y queremos que nos miren los que nos conocen y los que no también. Los que nos quieren y los otros también. Nos cuesta mirarnos a los ojos, eso sí.

Somos máquinas de querer, no tanto de disfrutar, aunque el disfrute parece ser nuestro norte.



Antes de comer la ensalada de rúcula con langostinos apanados con semillas crocantes, sacamos una foto y la "compartimos" en las redes sociales. Nos volvimos expertos interruptores de momentos, climas y conversaciones con gente real, en pos de "compartir" con otros que están con sus teléfonos en otros lados con otras gentes. Etiquetamos al que está sentado enfrente que -en el mejor de los casos- espera si no está haciendo lo mismo, etiquetándonos a nosotros, y marcando en el mapa adónde estamos exactamente.

Después nos anotamos en cuanto curso haya para aprender a disfrutar del aquí y ahora o para aprender a ¿respirar?. Sí, a respirar. Repetimos mantras, seguimos marcas, compramos muchas cosas y leemos libros para aprender a despojarnos o contratamos a alquien que nos ordene los armarios abarrotados.

Estamos jodidos.

Los chicos -si es que ya no los subimos a nuestra misma locura, lo cual es bastante probable porque la ven todo el tiempo- si no están enfrascados en la tablet, deben mirar con cara de "¿qué les pasa a estos pibes?"

¡Pero estamos a tiempo! me digo a mí misma. A tiempo de no angustiarnos por cosas que todavía no existen (como el colegio del bebé) o que no está a nuestro alcance resolver. A tiempo de sacar el pie del acelerador y subirnos a la bicicleta para disfrutar del vientito en la cara, aprovechando que en algunas horas arranca la primavera.



Será tal vez que mi bebé de siete meses vino decidido a enseñarme a ordenar prioridades. A cambio se ha dispuesto a robarme horas de sueño, pero bien vale el trato. Por lo pronto me volví más selectiva con las batallas que quiero dar, y las que prefiero dejar pasar.



Lo que no quiero que pase sin huella es la oportunidad de disfrutar de este momento, de estos meses de licencia, de las mañanas de juego en pijama, de las tardes de caminata, encuentros y mates un martes cualquiera, de los bailes inventados para hacerlo reír a carcajadas y de las canciones que le canto y que suenan todas iguales. Igual de tontas para algunos, igual de melodiosas para él.

Y quiero también disfrutar de las ojeras, del pelo enredado porque lo estuvo tironeando y babeando a la noche cuando durmió en nuestra cama pegándome patadas, de la calabaza en mi remera y mis uñas sin pintar (no como las de la foto). Porque esto va a pasar, y porque esto lo esperé mucho.

Que viva el puerperio, tiempo con nombre raro de extensión en debate que sigue al parto, y su remolino de sensaciones, altibajos, preguntas por mil y unas pocas respuestas nuevas.

Me despido con este párrafo de Laura Gutman que saqué de su libro La maternidad y el encuentro con la propia sombra, que me quedó resonando:

Nuestra sociedad está apurada por "volver a la normalidad". Todos queremos que la mamá "vuelva a ser la de antes", que adelgace rápido, que abandone la lactancia, que retome el trabajo, que luzca espléndida... en fin, que esté a tono con los tiempos que vivimos. Es la era de (las redes sociales, agrego yo), de internet, del e-mail, la telefonía celular, la televisión por satélite, los aviones y las autopistas rápidas. El mundo anda a velocidad luz mientras las madres se sumergen en las tinieblas del recogimiento, conservando las redondeces y reclamando silencio. Quisiéramos que las madres y sus bebés no fueran tan diferentes del resto de la gente...

Feliz primavera.
Juli

sábado, 5 de agosto de 2017

Canela y nuez moscada (algo sobre mi abuela Esther)

Con los ojos llenos de lágrimas y el corazón tironeado por la tristeza de saber que te fuiste y la paz de saber que ya era lo que querías, acá estoy, vengo a escribirte, abuela. Sé que me mirás atenta, que estás acá conmigo.

Mi hijo duerme en su cuna, Hilario Jacinto, mi bebé de cinco meses, uno de tus ocho bisnietos. ¡Ocho, abuela! Y fantaseabas con tener un tataranieto, -“es lo único que me falta”, decías- porque a tus 93 años seguías pidiéndole cosas a la vida, y nosotros te decíamos que no te desubicaras, que Sofi, tu nieta más grande, tiene 16.

Y querías que la gente se casara también. El estado civil de tus nietos era un tema. A Agus le preguntabas por su esposo, ella te explicaba que no se casó todavía, y le aconsejabas que esperara un poco para tener hijos. A Flor le preguntabas cuándo se iba a casar y si se iba a casar por Iglesia. Nos reíamos aunque a veces te ponías insistente con el tema.   

No sabés lo feliz que estoy de que hayas conocido a Hilario. Me guardo para siempre tu felicidad cuando lo llevé a tu casa recién nacido. Enseguida lo alzaste y le cantaste “qué linda manito que tengo yo”. En tus ganas de apretarlo y besuquearlo fuerte me vi a mí, la vi a mamá y esa cosa que tenemos con los bebés las mujeres de la familia. De algún lado nos viene.

Supiste de nuestra búsqueda de años y nuestro dolor en la espera. A veces tu consuelo me enojaba un poco. Me decías que vos le preguntabas a Dios, “por qué yo pude tener dos juntos y Julieta no puede tener uno”, pero sabía que tratabas de animarme a tu manera, contándome todos los rosarios que rezabas por día y cómo le pedías a Dios por nosotros. Y vaya si te escuchó, abuela.

Mientras te operaban esta última vez, caminaba al sol con Hilario y rezaba el rosario, ahora yo, pidiéndole a Dios que se hiciera su voluntad, dándole gracias por tu vida larga y fecunda, pidiéndole que no sufrieras. Y te envidié un poquito sabiendo que faltaba poco para que volvieras a ver al abuelo Ernesto, a tu amor, a tu viejito, “el mandamás, mi hombre, mi todo” como dijiste alguna vez delante de mi marido, que no tuvo mejor idea que empezar a decir que él es mi mandamás. Imaginate mi cara, abuela.

Cuando era chica, un día, saliendo de tu casa de Villa Adelina, le dije a mamá que cuando fuera grande quería ser como vos que no salías nunca de tu casa. Me miró y me dijo que me lo iba a recordar cuando fuera grande. Me conocía mamá. Y si bien no estoy todo el día en mi casa, como vos, hay una parte de mí, casera, puertas adentro y doméstica, que sin dudas la heredé.

De vos tomé la costumbre de ir a la cama con un vaso de agua “por si a la noche te agarra sed”. El tuyo era largo, de plástico verde agua o celeste, y lo llenábamos siempre en la mesada justo al lado de la heladera, en su cocina de la calle Los Ceibos. Entonces subíamos ya listos para ir a la cama, tal vez peleando con Luciana a ver quién iba a dormir al lado tuyo esa noche.

Al abuelo lo mandábamos al cuarto de al lado. Si estaba Fede también le tocaba otro cuarto. Nosotras hacíamos la famosa “cadena de la rascada”, un ratito para un lado y un ratito para el otro rascándole la espalda a la de al lado. A la del medio siempre le hacían cosquillas pero también siempre tenía que hacer. Las de las puntas descansaban pero también les tocaba hacer cosquillas sin que les hicieran. Eran las reglas. Mientras vos nos contabas cuentos con vos suavecita, en un susurro que por momentos era más alto, haciendo un chasquido con la boca cuando decías la t y pronunciando la s con la lengua bien pegada al paladar. Nos encantaba ese sonido y te pedíamos que nos contaras siempre los mismos cuentos. Los tres chanchitos y Blancanieves no faltaban nunca. Y tus cosquillas llegaron hasta tus tres bisnietas mayores que se sentaban al lado tuyo para que les hicieras en cada brazo. 

Fuiste buena, muy buena abuela. Nos dejabas ayudarte a planchar en tu lavadero enorme del piso de arriba, aunque tardaras el doble, y salíamos con vos a colgar la ropa en la terraza llena de sol e impregnada por el perfume del jazmín de leche que se enredaba en la reja que daba al patio. Desde ahí saludábamos siempre a Don Mateo, tu vecino viejito con boina, y veíamos tu parra de uva chinche desde arriba. Las uvas verdes contrastaban con el morado del piso de baldosas del patio. Ahí estaba también la parrilla que algún tío o el abuelo prendía los domingos para el asado. No puedo centrifugar ropa sin acordarme de tu viejo y robusto Koh-i-noor. Estaba prohibido tocar la tapa mientras la ropa giraba adentro con furia. El jabón blanco y los pañuelos del abuelo secándose pegados a los azulejos. El otro día charlamos de esto por teléfono y te acordaste de que así no hacía falta plancharlos.  

Sábados a la noche viendo la tele hasta que decía “aquí finaliza la transmisión Argentina Televisora Color” y se veía un mapa de la Argentina. Con el abuelo veíamos a Calabró cuando hacía “El Contra”. Él se mataba de risa ya en pijama y con sus chancletas de cuero bordó.

Los azulejos de su cocina estaban empapelados por nuestros dibujos. Unos genios. Las paredes estaban copadas por nosotros, sus nietos. Nunca faltaban las hojas. La lata de marcadores y lápices con punta siempre estaba llena, tenías otra con juguetitos de esos que venían en los chocolates Jack que papá le regalaba a mamá cuando eran novios, nos contabas. Vos los habías guardado y nosotros jugábamos con eso. En otra lata tenías peines, hebillas y gomitas para cuando te tocaba hacer de clienta de nuestra peluquería. Y te reías a carcajadas con los peinados locos que te inventábamos con Lu y con Flor.    

Tenías muchas latas de todos los bombones que te compraba el abuelo, pero sin dudas la mejor era la que estaba arriba de la tele de su cuarto, porque estaba siempre llena de monedas doradas de chocolate semi amargo, mentitas Suchard, caramelos de dulce de leche, frutillitas de esas que vienen con un palito verde, gallinitas de azúcar y algún que otro Media Hora. Era llegar y correr por las escaleras hasta arriba para ver por dónde íbamos a empezar. No había límite. Tal vez una sugerencia de no comer tanto para que no nos doliera la panza después, pero nada más.
   
Tu sémola con leche merece un capítulo aparte. Yo la comía a la par del abuelo. La mía solo con canela, a la de él le agregabas cáscara de naranja. Me encantaba y repetía el plato hondo de vidrio amarillo, lleno. Escucho tu cuchara revolviendo el fondo del cacharro cuadrado sobre el fuego de la hornalla, para que no se hicieran grumos. De ahí mi amor por la canela que perdura hasta hoy. La huelo y me lleva directo a tu cocina, a esas noches de los años 80 en su casa de Villa Adelina. Y tampoco puedo rallar la nuez moscada, que le pongo a casi todo lo que cocino, sin pensar en vos que le decías nuez “noscada”. Nunca te corregimos porque nos encantaba que le dijeras así. Tampoco me importaba que cada tanto me dijeras “Yuli” con y griega. “Hola Yuli”, me dijiste el martes pasado cuando fuimos a visitarte con Hilario, Agus y Flor. “Mirá quién vino, ¡vino Julieta con Hilario!” y eras feliz.

Acá tu Tortuguita, y vaya uno a saber por qué el abuelo me puso ese apodo, llora. Porque duele saber que no voy a sentir más tus cachetes duros sin arrugas, con tus pómulos saltones, porque no voy a tocar más tus manos frías, con tus deditos doblados por la artrosis y los años. Porque la ausencia física es una certeza y el saber que eso es para siempre duele en el corazón. Porque los abuelos son nuestras raíces más hondas y con vos se va también una parte de mi vida. 

Sé que estás en el cielo con tu viejito que te esperaba hace años con un ramo de rosas en las manos. Lo sé abuela. Estás sonriendo, se abrazan los dos y mientras comen algo dulce, tal vez un merengue gigante con crema y dulce de leche, se ponen al día. Le contarás de cómo crecimos, de todo lo que viviste estos años en los que él se te adelantó.



Sé que no te duele nada y que ya no estás cansada, abuela, y que tu sonrisa es enorme, como en la foto de esta tarde.  

Interrumpí la escritura para ir a atender a Hilario que quería comer. La vida llama siempre, abuela. Vos lo supiste y así viviste hasta el final. Nos demostraste que se puede cuando se quiere. “Todo es cuestión de querer” solías decir desde que tengo memoria. Y ya no estabas con tantas ganas de seguir acá. Extrañabas al viejo y nos lo decías cada vez más seguido. Soñabas que estabas con él y te despertabas feliz.

El miércoles hablamos antes de que te operaran. Te mostré a Hilario que dormía la siesta y me tirabas besos por video llamada. “Este no es un lugar parar que vengas con el bebé”, me dijiste mientras movías el dedo diciendo que no. Y antes de entrar al quirófano Agus te mostró el video de Hilario moviendo su mano mirándola fijo, su último descubrimiento. Me dijo Agus que te reías cuando lo viste y se me alegró el corazón. También llorabas diciendo que tenías miedo de no volver a vernos a todos y que nos ibas a extrañar. Pero saliste bien de la operación, superaste la anestesia y te recuperaste enseguida. Fuiste consciente de que estabas bien. Y querías irte a tu casa, estabas ansiosa por llegar. Querías irte así, con tus hijos, en tu casa, al lado de tu pajarito, mirando tu patio, tus flores y los árboles del pulmón de la manzana. 

Antes de irse a comprar tus remedios con mamá, Agus, de vuelta Agus, te mostró la foto que le sacamos a Hilario y Benicio ayer. Te reías diciendo “mirá qué gordo que está, los rollos que tiene”. Y al ratito, después de tomar el té, sin darte cuenta, te fuiste abuela.

De chica no podía irme a entrenar si no los llamaba por teléfono día por medio a vos y al abuelo. De adolescente te mandaba cartas por correo, así como cuando yo era chica ustedes me mandaban un telegrama el día de mi cumpleaños para saludarme, además del llamado. Era divertido.

La semana pasada hablamos de Luján, de cómo le gustaba ir al abuelo a ver a la virgen, de cuánto iban ustedes y de cuando nos llevaban a nosotros. Te conté que había encontrado dos medallitas que ustedes me habían traído alguna vez. Me mostraste una muy parecida que llevabas colgada en tu cadena junto con una imagen grande del Sagrado Corazón.  

Hoy, antes de ponerme a escribir me puse a buscar en You Tube videos de ATC de los años 80. Esperaba escuchar “aquí comienza el horario de protección al menor” o “transmite Argentina Televisora Color”, y en vez de eso encontré un video del viejo canal 9, muy cortito, que empezaba con una imagen de las dos torres de la Basílica de Luján y un texto que decía “Dios es mi descanso”.
Gracias abuela.

Gracias también por los jaboncitos y los pañuelos bordados para los cajones de la ropa, por tu colonia inglesa, por todos los tutti frutis que jugamos en la mesa redonda de tu cocina, por todos los chocolates y cafés con leche que nos preparaste a tus nietos, por servirnos el helado de limón y dulce de leche que comprábamos con el abuelo, en tus tazas de vidrio con manijas de plástico. Por tomarte el colectivo 700 cartel blanco para venir a visitarnos desde tu casa, feliz.

Te vamos a extrañar.

Ahora estás en el cielo. Tenés nietos y bisnietos alrededor, te precedieron temprano, almas de luz, ángeles de Dios que te besan y abrazan por nosotros, hasta que nos toque volver a encontrarnos.

Mujer humilde. Mujer difícil. Mujer cariñosa, viejita linda. Testadura, como tu apellido. Como todos, tuviste tus sombras con las que luchaste hasta el final. Y al escucharte aprendí que de verdad la lucha interior no termina nunca mientras estemos vivos. No importa cuan grandes seamos, adentro somos los mismos. Uno elige con qué se queda y qué sentimientos alimenta. La gratitud, la misericordia, el egoísmo o el rencor. Uno vive como quiere y como puede, con lo que es, con lo que tiene y como le sale. Lo importante es amar y seguir intentando. Supiste reírte de vos misma, te prestaste al juego hasta el final y hoy dijiste "más no le puedo pedir a la vida". 

Yo te voy a extrañar toda la vida, abuela.

Cuánto amor, cuántos años, cuánta vida, cuánta gratitud, cuánta fiesta hay hoy en el cielo, abuela.

¡Gracias!


Juli


martes, 30 de mayo de 2017

Otoño con vos

Voy cayendo en el sueño y me veo. Caigo como la mezcla cruda del bizcochuelo en el molde. Líquida y lisa, como una cinta que por su peso se pliega una y otra vez sobre sí misma hasta fundirse en el todo. Acierto. Imagen reveladora de lo que siento. Me pliego y me repliego sobre mí, con vos pegado a mi cuerpo. Somos uno y sé que somos dos. Me potenciás y me creo capaz de todo, al tiempo que me hacés vulnerable como nunca antes jamás en mi vida nada ni nadie lo hizo.

Sigo cayendo pero todavía no duermo. De repente tengo insomnio a pesar de estar cansada, como si siguiera embarazada y mi cuerpo estuviera acostumbrándose a los que serían tus tiempos. Ahora me veo llena de agua. Hay espacio para las olas y el movimiento. El agua choca contra los límites de mi cuerpo desde adentro. No es el mar que me obnubila con su grandeza y me acecha con su profundidad. Que me cautiva tal vez porque le temo. Soy yo que soy líquida y fluyo. Con vos es fácil pulsar con el instante. Todavía no entendés qué es el futuro ¿y me pregunto si yo sí?, no te preocupa el mañana, te ocupa el instante, sos presente puro. Y apenas llorás, como si supieras que no es necesario para que mis ojos te miren y mis brazos te sostengan.



Y el mismo ser presente constante de a ratos choca con una cabeza acostumbrada a volar y proyectar. Y eso cansa. Porque acá no hay nada perfecto además del milagro de tu llegada. Uno solo hace lugar y aprende, con suerte, a ser mejor persona, una versión mejorada de sí mismo.

Y no quiero que crezcas rápido, ni quiero que ya sepas dormir de corrido en tu cuna, ni quiero que seas un bebé toda la vida. No me siento menos libre por tener que cuidar de vos. Porque todo pasa, todo fluye, todo sigue su curso, y esto también pasará. Las noches de sueño entrecortado, los días con horas que vuelan con la sensación errada de no haber hecho nada, las mañanas calentitas que empiezan con una sonrisa y ojos achinados pero muy despiertos, las pataditas de felicidad con las que sabés destaparte y cada uno de tus ruidos que voy a prendiendo a decodificar.    

jueves, 6 de abril de 2017

¿Por qué escribo?

Escribo para explicarme.

Escribo para entender.

Escribo para conocerme.

Escribo para que no se escurran los recuerdos en el tiempo.

Escribo porque cuando nos contamos la vida podemos resumir años e historias en un par de oraciones que por lo general no les hacen justicia a los hechos ni a las personas. Y porque eso a veces duele.

Escribo para plasmar sensaciones, aunque no lo logre como resuenan en el cuerpo. Porque los olores no viven en el papel sino en el recuerdo de los sentidos. Ahí están el del chocolate blanco Lacta brasilero y el de los quinotos que caían en el arenero del jardín de infantes.

El papel tampoco soporta los abrazos dados en los momentos justos. Ni las palabras, las estrellas en un cielo de verano, las confidencias y las canciones. Ni los fogones, los viajes, el ruido de las pisadas en un camino de piedras, los rayos de las ruedas de la bicicleta, la bocina del tren a lo lejos en la madrugada, las voces y las risas.  Ni el ruido de la sortija de la calesita, la vista desde la ventanilla de un avión, el sonido del mar ni el gusto del helado de dulce de leche que te compraba tu abuelo. Todo está guardado en el mundo que entró por los sentidos. Tu mundo. 

El papel y las palabras sirven para revivir sensaciones, pero no las pueden generar. Si lo hacen es porque en algún lugar existieron antes y la habilidad de quien las escribió logró que trascendieran para emocionar a otros. Hay que haber vivido, en persona, a través de relatos o de lecturas. Tanto hasta que uno a veces no sabe si lo vivió o si se lo contaron. Si lo vio en el lugar o si fue en una foto. Y están los recuerdos inconfundiblemente propios.

Somos como prismas que descomponen los recuerdos en vez de la luz, pero la física no nos explica. 

Los recuerdos se desdibujan o se confirman de una persona a la otra, aunque los hayamos compartido. Basta una charla con los hermanos para probar que la reconstrucción de la historia es un proceso personal que se completa con los demás. Nos sorprendemos. Donde uno ve abundancia, otro ve carencia. Agruras dulces. Suavidades ásperas. Y es que la reconstrucción se completa con todo lo vivido antes y después. Y al final solo coincidimos en un punto.


No envidio al personaje de Borges que murió aquejado por recordarlo todo. Como si yo supiera y recordara para siempre cuántas migas hay sobre la mesa, y cuántas vetas tiene cada tablón de la madera que la forma, mientras escribo. No quiero ser como Funes, pero tampoco quiero olvidar. Y cuando tenga más de 90, quien sabe, espero no solo seguir acordándome de Norma, mi maestra de primer grado, de su voz fuerte, su carcajada y su lunar con pelos, -que me hacía pensar que era monja, porque la monja del jardín tenía un lunar con pelos, con lo cual yo pensaba que todas las mujeres que tenían lunares con pelos eran monjas- sino también de esa charla en la montaña en un desierto de Catamarca mientras se ponía el sol al atardecer, quince años después.